En algún lugar del alma se extienden los desiertos de la pérdida, del
dolor fermentado; oscuros páramos agazapados tras los parajes de los días.
Enrique Sealtiel Alatriste
El texto
escueto inducía a una compra inmediata alegando la oportunidad que el precio
sugería. Algo así como que era una súper oferta y en la foto, los patines.
Había sido el
sueño de toda su infancia. Era pequeña para reclamar aquello que a los mayores
les parecía un capricho más. Los había visto patinar en el polideportivo
municipal y decidió su futuro en un instante, entre la música del vals, los
giros de la coreografía, las sedas de los vestidos, las luces y los aplausos.
Los primeros que
calzó fueron usados y rústicos; de industria nacional con ruedas de plástico, que
perdían la adherencia y el control apenas se alisaba el suelo. Pero ni los
golpes, los moretones o las rodillas peladas, cuyas costras se pegaban a las
medias como abrojos, lograron suprimir su anhelo. A medida que aparecieron las
destrezas y las presentaciones la necesidad imponía cambiar los patines. La ayuda vino de tíos y abuelos, mas determinados
por las caídas y lesiones que por la pasión que el deporte generaba en ellos.
El tiempo y las
hormonas contribuyeron a modelar su cuerpo desgarbado. Los movimientos
adquirieron una gracia sensual que encantaba al público y destrozaba corazones
no correspondidos. Cada vez que salía a la pista hechizaba su figura, iluminada
por la luz de sus ojos celestes que se volvía radiante con cada destreza
perfecta. Contraste notorio en ese preciso y fugaz momento en el cual, por el desafío
de la gravedad o la acrobacia imposible, la gente suspendía la respiración
y apagaba las voces.
Supo también que
quería ser bailarina, que podía tocar el cielo en el escenario y sugerir que se
detenía el tiempo en un salto. Empezó a tocar el cielo con los dedos al ver
concretarse su sueño.
Fue en
primavera, cuando reverdecen las ramas y se satura la mañana de luces y aromas,
que apareció. Cortés, impecable en sus modales, persistente. Conquistó su corazón
con el tiempo que tardan en madurar los duraznos. La llenó de promesas y de
sueños. Proyectó recorrer, con ella, el mundo y sus alrededores. Eligieron
juntos los patines nuevos, las alianzas, las sábanas, la cuna del bebé, en ese
estricto e impecable orden.
Entre las
promesas se colaron las prohibiciones, primero por la salud, luego por el bebé
y al fin porque ya amenazaba el hambre y se borraba el futuro.
-“Cuando
salgamos de esta, te juro que volvés al escenario”
Las sábanas
empezaron a disimular remiendos. La vida se habría con desgarros que no podía
parchar la esperanza. No cerraba sus ojos a la hora del amor, porque daba lo
mismo si no había luz por dentro.
No salieron.
Ella consiguió un trabajo fijo, regular, estático. Soñaba con saltos en el aire
y se despertaba cayendo en espiral.
Una tarde en
el canal cultural pasaban la gala de ballet del teatro nacional, en el otro veintidós
idiotas detrás de una pelota. Ni siquiera reaccionó cuando la música pasó a ser
el grito de la hinchada, ante el histérico teclear de los botones. Hacía tiempo
que no tenía el control y solo le queda planchar esa camisa para que parezca cortés,
impecable en sus modales, persistente…
Pero era lo
que tenia, el dulce engaño de las promesas imposibles. Si lo perdía, se quedaba
sola.
No necesitó
pensarlo más. Escribió el anuncio con la mirada fría, lejana. Por última vez se
calzó los patines. Todo en aquel pequeño
patio de baldosas estaba impregnado de otoño. Mientras las hojas caían, sintió
vértigo. Por primera vez se sostuvo para
no caer.
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