miércoles, 30 de marzo de 2011

Amnesia

Mi abuelita perdió la memoria hace rato. Pese al vigor físico que la acerca a los 100 años, los recuerdos, palabras y canciones que conformaban la expresión de su dulzura fueron arrebatados progresivamente por el mal de Alzheimer. Recuerdo la primera vez que percibí su afección. Habíamos ido a visitarla. Al saludarla, le pregunté si me conocía. – Claro –respondió- vos sos… Hizo una pausa que me pareció eterna. Suspiró profundamente. Nunca olvidaré su mirada. Sus ojitos ágiles y bondadosos se turbaron. Procuraban aferrarse a algún signo que reactivara su memoria. Sabía quién era, pero no me reconocía. De a poco se fue quedando callada. Dejó de cantar su himno favorito. Progresivamente la melodía se volvió monótona, las palabras pesadas y confusas; al final solo sus labios se movían trémulos.

Lo que nos constituye humanos, indudablemente, tiene que ver con la memoria, con la construcción progresiva de nuestra historia y la identidad que genera. Desde lo colectivo, los pueblos que olvidan su pasado, tienden a repetirlo en un círculo vicioso que acentúa, llamativamente, más los errores que los oportunos aciertos.

El día de la memoria propone una alternativa de ruptura, de cortar con esa obsesiva cultura de insistir por el camino equivocado, de liberarnos del círculo de fracasos históricos a partir de la vigilancia activa, del recuerdo diligente.

Estudié en La Plata. Recuerdo la noche en que fuimos con unos compañeros a comprar lo necesario para hacer unas pizas. Por el apuro salí sin documento. Cuando divisamos un operativo policial era tarde para volvernos sobre nuestros pasos; esa acción significaría una condena definitiva. Eran tiempos en que todos éramos sospechosos. Por el “estado de sitio” habían cesado los derechos civiles y el solo hecho de transitar sin identidad era considerado un acto subversivo. El corazón me saltaba del pecho, casi no podía respirar, empecé a sudar frío. –Hacéte el tonto- dijeron mis amigos con otras palabras. Mi mente discurría entre oraciones y la visión de mi fatídico destino. Nos detuvimos. Instintivamente quien conducía entregó los documentos disponibles. El policía los revisó, miró dentro del auto. Algo hizo que contara mal, porque los devolvió y dio la orden de seguir.

Fueron años difíciles aquellos en que pensar diferente costaba la vida. Épocas en que también aparecieron “represores morales” que ejercían un celo extraordinario a la hora de proteger su particular visión de lo que consideraban las buenas costumbres. En su gestión se ocupaban de amenazar laboralmente a los que no votaran por el partido local y desterrar a quienes reclamaran sus derechos. Se encargaron patéticamente de prohibir el uso de barba y de ciertas prendas en su pretensión de reprimir los cambios sociales. Llamativamente no los conmovía su obscena avaricia, su pasión por la coima, la prebenda, el contrabando, ni los negocios turbios con beneficio personal. No dudaban en perjudicar a un empleado ocultándole sus beneficios, acosar a un subalterno o destruir el buen nombre de quienes eran vistos como sucesores o más capaces. Lamentablemente camuflados en una sociedad sin memoria, siguen ejerciendo su maléfica influencia bajo un manto de piedad.

El día de la memoria no evade el perdón ni la reconciliación individual. Tampoco nos exime de la responsabilidad de condenar a los represores, de preservar las libertades y derechos, de proteger a los vulnerables y de reconocer que todos somos iguales ante el mismo Dios que pedirá cuentas de nuestra amnesia cómplice.

martes, 15 de marzo de 2011

El espíritu y lo trágico

“Ver el mundo en un grano de arena,
Y el cielo en una flor silvestre,
Encerrar el Infinito en la palma de tu mano,
Y la eternidad en una hora.”

William Blake

Cada tragedia, cada crisis vital, cada duelo que sufre la humanidad colectiva o individualmente me afecta profundamente. No por percibir la fragilidad del hombre o la levedad del tiempo, sino porque remueve las estructuras de mis creencias. ¿Es que Dios parpadea y muere un hijo, nace una guerra o un tsunami asola un pueblo?

Apenas las imágenes de la televisión empiezan a volverse reales en nuestra mente acostumbrada a la ficción, la devastación deja de ser sorpresa y se transforma en incertidumbre y congoja. ¿Cuál es la línea que separa a las víctimas de los sobrevivientes? ¿Se puede soportar el peso de saberse elegido en lugar del otro? ¿Cuándo me toca?

Desde la cosmovisión cristiana y la responsabilidad individual surgen cuestiones más profundas y contradictorias. Pareciera que el mundo exigiera a los cristianos una explicación: ¿dónde está Dios cuando ocurren las tragedias?
Ellen White escribió: “Se está apoderando del mundo un afán nunca visto. En las diversiones, en la acumulación de dinero, en la lucha por el poder, hasta en la lucha por la existencia, hay una fuerza terrible que embarga el cuerpo, la mente y el alma. En medio de esta precipitación enloquecedora, habla Dios”. Es probable que el mismo Dios que rehusó hablar con Elías desde la furia de una tormenta o el bramido de un terremoto, porque el viento apacible dejó de conmovernos, haya tenido que cambiar la intensidad de su voz para despertarnos.

La respuesta natural del ser humano ante las tragedias es refugiarse en la religión. Se multiplican genuinos llamados a la consagración. En este contexto surge la pregunta: ¿qué significa consagrarse? ¿Es solo la respuesta ante el temor y la desolación? Una de las acepciones del diccionario de la Real Academia Española que prefiero es: “dedicar con suma eficacia y ardor algo a determinado fin.”
Efectivamente, urge entre nosotros, los cristianos, replantear el sentido primigenio de nuestra existencia, la razón de vivir sobre la tierra, la responsabilidad que nos compromete desde el conocimiento y el encargo divino.

Definidamente no nos debiera mover el miedo ante las tragedias sino lo perentorio, la responsabilidad ineludible con Dios y con el prójimo. ¿Cuán conectados estamos con la fuente divina? ¿Cuánta sensibilidad desarrollamos hacia el otro, hacia sus necesidades, sus ideas, su estilo de vida, sus carencias y virtudes? ¿Estamos cambiando al mundo una persona a la vez? ¿Generamos, por nuestra forma de vivir, un modelo tan atractivo del cielo que quienes nos rodean ansían pertenecer? ¿O nos refugiamos en nuestra soberbia, dentro de magnificas fortalezas? Debe producirse una “vivificación de las facultades de la mente y el corazón, una resurrección de la muerte espiritual [y una] reforma [que] significa una reorganización, un cambio en las ideas y teorías, hábitos y prácticas [que] no se manifiesta en una actitud de justicia propia que condena a otros.”(White)

La voz de Dios en las tragedias nos invita a asumir la responsabilidad que nos concierne como cristianos: amarlo por sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos para acelerar la intervención divina en el ocaso de la historia y la erradicación definitiva del dolor; el día en que cada pregunta tenga su respuesta.

sábado, 12 de marzo de 2011

La conspiración del silencio

"Si creen que el conocimiento y la educación son caras, prueben con la ignorancia o la mediocridad" Joan Guinovart

La Conspiración del Silencio puede definirse como el acuerdo implícito o explícito, por parte de familiares, amigos y/o profesionales, de alterar la información que se le da al paciente con el fin de ocultarle el diagnóstico y/o pronóstico y/o gravedad de la situación (Barbero 2006). Aunque el respeto a los derechos de los pacientes está contemplado en muchas legislaciones vigentes, quizás este sea uno de los aspectos más relegados. El paciente, destinatario de la información, es precisamente quien menos la recibe.

La mayoría de las veces sustentamos esta actitud con argumentos teñidos de cierto paternalismo sobreprotector. Consideramos que el deterioro de la salud del paciente genera suficiente angustia, que no debe ser aumentada con decir la verdad sobre su condición. El blog “Dimensión ética del cuidado” señala que “con la conspiración del silencio el paciente puede sentirse incomunicado, no comprendido, engañado y esto puede fácilmente potenciar sintomatología ansiosa o depresiva con un componente importante de miedo y de ira. Se impide la necesaria ventilación emocional, no sólo para el paciente sino también para el resto de la familia.
Tampoco podemos olvidar que se inhabilita al paciente para “cerrar” asuntos importantes que quizá hubiera querido resolver y que esta situación puede también dificultar la elaboración del duelo.”

Pero hay otra razón, más primitiva, que hace pensar que no hablar de ciertas cuestiones significa que no existen. Como un niñito pequeño que se tapa los ojos y cree que está escondido, que nadie lo ve. “No contar puede decir mucho más que contar”.

Centeno y Núñez Olarte afirman que en España un 40-70% de los enfermos con cáncer conocen la naturaleza maligna de su enfermedad aun cuando sólo un 25-50% han sido informados de ello. No sorprende que el enfermo sepa bastante más de lo que se le ha dicho cuando el mismo cuerpo aporta la evidencia.

Cuando analizo ciertos temas del acontecer local me pregunto si esta conspiración no ha trascendido el ámbito médico y se ha instalado en la comunidad. Hay ciertos temas intocables. Aunque el murmullo subterráneo simule un terremoto, en la superficie se mantiene una impermeable capa de silencio hipócrita. Quienes osan remover la costra con el fin de contribuir a la solución del problema o buscan aportar la necesaria luz de la verdad, son ignorados o rápidamente descalificados.

Hace no mucho desde el foro ciudadano se planteó el serio problema del consumo de drogas entre menores de la comunidad. La llamada de atención surgió de uno de ellos. Fue tanta la desesperación que transmitió su pedido de intervención que el municipio reaccionó convocando a una reunión con los actores principales en la prevención y control del problema. Participé de esa reunión y sugerí que los teléfonos de asistencia o de denuncia sean colocados en lugares públicos, accesibles a todos. Rápidamente alguien me increpó diciendo: “La gente va a pensar que acá consumimos”. Lo miré espantado. Al igual que las enfermedades terminales, los problemas sociales no desaparecen por cerrar los ojos o no hablar del tema. Menos por desparramar culpas desde algún sitio de privilegio.

La conspiración del silencio puede potenciar el miedo y la ira, tanto si se aplica a un paciente como a una comunidad entera. Urge aceptar la realidad y convocar al dialogo para iniciar la búsqueda de soluciones posibles.