lunes, 26 de septiembre de 2011

Cumpleaños


El municipio de Libertador San Martín y yo cumplimos años con un día de diferencia y una década de ventaja a mi favor.Al día siguiente en que  mi  ciudad cumpla los 40, yo alcanzaré medio siglo. Y, aunque suelo hacer chistes sobre la factura que el paso de los años imprimen a los huesos, me siento feliz y agradecido a Dios por todo lo vivido y por los desafíos que surgen por delante.

En general en estas fechas uno tiende al recuerdo. Como si fuera la lectura de la bitácora de vida, aunque mas no sea un repaso mental, se van iluminando hitos y sucesos significativos, mientras que otros, aunque sabemos que merodean en la espesura de los años transcurridos, nos cuesta descolgarlos.

Trato de transmitir a mis hijos y alumnos el mundo que me tocó vivir antes que ellos existieran: las escuelita rural con dos o tres grados por aula, el cuaderno, el lápiz y la goma de borrar (porque el sacapuntas lo ponía la maestra), la primera vez que anduve en bicicleta o escuché la voz de otra persona en el teléfono, cuando las llamadas se hacían por operadora, girando una manivela al costado de un vetusto aparato negro.

Me acuerdo que a partir de las diez de la noche se cortaba la luz. Avisaban unos minutos antes con un parpadeo y luego el indefectible corte, abrupto, intimidante. De repente las tinieblas se adueñaban de la noche. El silencio parecía cortarse con un cuchillo, hasta que los noctámbulos sonidos se imponían. Pocas veces presenciaba esta especie de eclipse caprichoso. Entre semana a esa hora dormíamos. Aunque me parece evocar silbidos y quejas, especialmente los fines de semana cuando el corte se hacía a la medianoche.

¿Cómo le explico a mis hijos el crepitar de la radio de onda corta mientras escuchábamos las noticias por radio Transmundial? ¿O la televisión en blanco y negro, orientando la antena para mejorar la nitidez o evitar que la mala señal provocara una “nevada” permanente y virtual? ¿O las radionovelas que se escuchaban clandestinamente en la obligada pausa de la siesta? Mis hijos no entienden que mi primer computador tenía menos memoria que el chip de  un teléfono celular

Pero lo que más me cuesta describir es el correo postal. ¿Cómo  transmitir el placer que sentía al escribir una carta? Primero, según el destinatario, se elegía cuidadosamente el papel, la birome y el sobre. Luego había que ir al correo y comprar las estampillas correspondientes y esperar el avance de la cola para el sellado y el avance del tiempo para la respuesta. Pero la emoción era indescriptible cuando recibía una carta perfumada o con una marca especial anticipando el contenido.

Hoy, mientras miraba en el polideportivo el repaso histórico del edificio municipal, sentí cierta nostalgia. Traté de Imaginar ese tiempo, la gente, la vida y la forma en que se construyó toda la historia. Si bien la película recordaba a una familia, pensé en los demás. En los que se perdieron en la historia. Los que tienen borrados sus nombres en las cruces del camposanto. Los valientes anónimos que cobijaron nuestra cultura foránea.

Es que la libertad que gozamos se concibió desde el cultivo de la tolerancia de quienes permitieron su arraigo. En este cumpleaños de mi querida ciudad, no nos olvidemos de ellos y hagamos honor a su memoria fomentando entre nosotros el respeto, la comprensión y la diversidad que nutren a los pueblos nobles.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Sobre monos y bananas

"¡Sonamos muchachos! ¡Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno!" Mafalda (Quino)

En un experimento, los científicos a cargo metieron cinco simios en una habitación. En el centro de la misma ubicaron una escalera tipo tijera, como la que utilizan los pintores o carpinteros de obra. En lo alto de la misma colocaron unas bananas. Cuando uno de los monos ascendía por la escalera para acceder a las bananas, los científicos aplicaban al resto de monos un chorro de agua helada. Al cabo de un tiempo, los monos relacionaron el uso de la escalera y el chorro de agua fría, de modo que cuando uno de ellos se aventuraba a ascender en busca de una banana, el resto de monos se lo impedían con violencia. Al final, e incluso ante la tentación del alimento, ningún mono se atrevía a subir por la escalera.

En ese momento, los científicos extrajeron al azar a uno de los cinco monos iniciales y lo sustituyeron por uno nuevo en la habitación.
El mono nuevo, naturalmente, trepó por la escalera en busca de las bananas. En cuanto los demás observaron sus intenciones, se abalanzaron sobre él y lo bajaron a golpes antes de que se descargara sobre ellos el chorro de agua fría. Después de repetirse la experiencia varias veces, el nuevo mono comprendió que era mejor para su integridad renunciar a ascender por la escalera.

Los investigadores sustituyeron otra vez a uno de los monos del grupo inicial. El mono que había sido sustituido participó con especial interés en las palizas al nuevo mono trepador.

Posteriormente se repitió el proceso con los monos restantes, hasta que llegó un momento en que todos los monos del experimento inicial habían sido sustituidos.

En ese momento, quienes realizaban la investigación se sorprendieron con los resultados. Ninguno de los monos que había en la habitación había sido sometido alguna vez al chorro de agua fría. Sin embargo, ninguno se atrevía a trepar para hacerse con las codiciadas bananas.

Albert Einstein dijo que nuestra época es triste porque es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. Pienso que, probablemente, la misma dificultad es la que presenta el cambio de una tradición.

Muchas de nuestras acciones son regidas por la costumbre, algunas con sustento racional, otras simplemente porque no se nos ocurre alguna manera diferente, al punto de no pensar en alternativas más eficientes o gratificantes. Ocurre en muchos lugares. Hay sitios donde se percibe una especie de apoltronamiento confortable a las formas. Cuando todo intento de cambio genera oposición debemos preguntarnos si el rechazo responde a la defensa de tradiciones heredadas, por la comodidad de la pereza o para beneficio de unos pocos que se autodenominan protectores de las tradiciones.

Muchos paradigmas se sostienen sobre el principio del experimento de los monos, es decir, la fuerza de la costumbre. Solemos repetir argumentos para defender una u otra postura sin analizar por qué lo hacemos. Quienes procuran innovar son considerados subversivos y tildados de inexpertos. Es sorprendente corroborar que hay quienes defienden los paradigmas más allá de las personas.

En el experimento de los monos y las bananas, si se hubiera podido preguntar a los primates del grupo final por qué no subían para alcanzar el alimento, probablemente habrían respondido: “No lo sabemos, pero esto siempre ha sido así”.

domingo, 11 de septiembre de 2011

A mis maestros

Lo que la oruga interpreta como el fin del mundo es lo que el maestro denomina mariposa. Richard Bach

“Necesitamos contribuir a crear una escuela que se aventure, que marche, que no tenga miedo al riesgo y por ello rechace la inmovilidad; la escuela en al que se piensa, en la que se actúa, en la que se cree, en la que se habla, en la que se ama, se adivina, una escuela que apasionadamente diga si a la vida.
Professora sim, tia nao PAULO FREIRE 1921-1997



Aún recuerdo su rostro, particularmente su sonrisa. Lograba alejar el pánico que nos infundía el director cuando repartía amenazas sobre faltas graves tales como tener las uñas o las orejas sucias o desatados los cordones, pulcritud casi imposible de mantener en una escuela rural a la que llegábamos por caminos de tierra colorada. La calma de mi maestra despejaba el temor, siempre presente para despejar las nubes de los dramas de infancia. Así ocurrió con las maestras que la sucedieron. Cada una a su manera, en diferentes escuelas y geografías fueron iluminando mi vida, con la luz de la fe, de la esperanza y del conocimiento. Todas y cada una de ellas dejaron en mi parte de su vida, de sus años, de sus familias. Como arquitectos de mi futuro establecieron sólidas bases necesarias para ejercer la libertad del pensamiento autónomo.
Cuando dirigí el Barco hospital en el Rio Paraguay viví una experiencia imborrable. En el medio de la nada, a pocos metros de la costa había una pequeña escuelita. Pintada de blanco con cal, resaltaba en medio de la selva. Llegamos en canoa. Nos recibió un coro de ranas, mientras la danza de los camalotes acompañaba el oscilar de la canoa. Izada sobre un palo a modo de mástil, flameaba la bandera. Me impresionó el techo hecho de troncos de palma a modo de tirantes y chapas de cinc, sin cielorraso. 

Salió al encuentro rodeada por sus alumnos; blancos los guardapolvos y los dientes, los ojos enormes de susto y curiosidad. Con cierta timidez Rosa, que así se llamaba la maestra, nos invitó a pasar a su escuela. El recinto media tres metros por cuatro. Las paredes de madera eran de tablas cortadas a mano. No había tizas, sino trozos de cal que traían de una calera artesanal cercana.

Yo estaba atendiendo afuera, bajo un árbol, desde donde podía percibir la excitación que produjo nuestra visita. Una de las enfermeras que nos acompañaba me llamó. Juancito tenía fiebre. Su cuerpecito parecía tan diminuto adentro de un guardapolvo demasiado grande para el; temblaba como una hoja. Aterrado, se negaba a abrir la boca, ni siquiera para soltar el llanto. Cuando el pánico parecía ganar la partida, ocurrió el milagro. Sus ojos encontraron los de su maestra, iluminados por la luz que se colaba entre las rendijas de las paredes irregulares. Pude ver en la mirada de Rosa la calma que, cuando niño, encontraba en mi maestra. Dulcísima y firme a la vez, parecía extenderse en un abrazo por encima de los bancos rústicos. De pronto cesó el temblor, las últimas lágrimas surcaron la carita asustada, abrió la boca, sacó la lengua. Segundos después me dedicó la mejor de sus sonrisas y fue corriendo a refugiarse en los brazos de Rosa.

No sé qué fue de sus vidas. Probablemente Juan, hecho hombre, habrá partido a la ciudad procurando mejores oportunidades. Tal vez esté deslomándose, quemando cal, buscando leña cada vez más lejos vencido por el peso de los fardos. Pero presiento que en los momentos oscuros de su vida evocará esa mirada llena de ternura y amparo. Porque yo tampoco olvido las de mis maestros. Ojos que vieron mas allá, empujándome a ser aquello que podría llegar a ser, como puentes  hacia la curiosidad, la perplejidad y la alegría de vivir.

Gracias a Dios por ellos.

lunes, 5 de septiembre de 2011

¿Diferentes o desparejos?


“Educar para comprender a los demás hombres es la misión espiritual de la educación: enseñar a que las personas se comprendan como condición y garantía de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad”. Edgar Morin

En los últimos años de mi formación secundaria tuve la oportunidad de aprender el oficio de albañilería trabajando como peón. Vivía en Misiones, fresca de noche, calurosa de día. Eran épocas en las que la cal no venía en bolsas y había que “apagarla”. El peor trabajo era la construcción de las losas. Se hacían a mano, es decir a puro pulmón, músculos, huesos y dolores articulares… El concreto se mezclaba a pala y se cargaba en baldes. Una vez empezado el trabajo no se podía suspender porque la diferencia en el tiempo de la carga debilitaba la estructura. Había que tener especial cuidado a la hora de preparar la mezcla. Cada componente era imprescindible y respetar las proporciones era crucial para lograr un resultado óptimo.

Para cargar esas losas se hacia un encofrado de madera y por encima se colocaban ladrillos alineados lado a lado. Cuando esos ladrillos eran desiguales, es decir un poquito más cortos o largos, no había mayor problema. Pero cuando éstos eran desparejos se generaba un verdadero problema a la hora de cargar el concreto.  Las asimetrías e irregularidades impedían que los bordes quedaran yuxtapuestos favoreciendo la pérdida del concreto entre ellos perjudicando la terminación.

En cuanto al ser humano, las evidentes diferencias son esenciales para enriquecer la convivencia y el crecimiento de los pueblos. Sin embargo las asimetrías o inequidades los fracturan y perjudican. Resulta muy difícil sentirse ciudadano con igualdad de derechos en una sociedad que beneficia o ignora a discreción según parámetros caprichosos. Casi siempre el perjudicado es percibido como incapaz de defenderse y no forma parte del grupo de favores.

Una sociedad madura vela con especial cuidado por los vulnerables, entre los cuales se encuentran los niños, los ancianos y los padres solos. Las recomendaciones apostólicas a las primeras comunidades cristianas hacían especial énfasis en esta responsabilidad. Pero la prepotencia imperante se lleva por delante las advertencias y recomendaciones. Recluidos en un trono inquisitorial y con una evidente miopía selectiva, hay quienes promueven “autos de fe” basados en la defensa de una moralidad parcial o una economía tendenciosa.  Hoy no se queman a las personas en el fuego de una pira, pero se los calcina con la apatía y la discriminación. Profesar un culto diferente, carecer de estudios, vivir del otro lado (y no tener recursos económicos), ser madre soltera o conformar un  cuerpo de ballet folclórico pueden constituirse en motivos suficientes para la exclusión. Lamentablemente en la mayoría de los casos quienes más se perjudican son los niños.

Me generan profunda indignación las exclusiones, puntualmente en sociedades que son muy tolerantes con algunas formas de inmoralidad y proclives al tráfico de influencias. Pero más me inquieta que haya personas que se presten a ejecutar sanciones con argumentos antojadizos y aplicaciones arbitrarias desde una postura frecuentemente parcial. Si defendemos la rigidez de los principios de conducta, debemos enfocarnos en la prevención del error, asumiendo el grado de responsabilidad ante los hechos consumados. La intolerancia  ante algunas conductas y la vista gorda con otras nos vuelve desparejos. Al igual que en la construcción, lo desparejo debilita la estructura, produce pérdida de materiales y estropea los resultados finales. Como constructores de la sociedad daremos cuenta de los resultados cuando se nos juzgue por el “final de obra”.