lunes, 5 de septiembre de 2011

¿Diferentes o desparejos?


“Educar para comprender a los demás hombres es la misión espiritual de la educación: enseñar a que las personas se comprendan como condición y garantía de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad”. Edgar Morin

En los últimos años de mi formación secundaria tuve la oportunidad de aprender el oficio de albañilería trabajando como peón. Vivía en Misiones, fresca de noche, calurosa de día. Eran épocas en las que la cal no venía en bolsas y había que “apagarla”. El peor trabajo era la construcción de las losas. Se hacían a mano, es decir a puro pulmón, músculos, huesos y dolores articulares… El concreto se mezclaba a pala y se cargaba en baldes. Una vez empezado el trabajo no se podía suspender porque la diferencia en el tiempo de la carga debilitaba la estructura. Había que tener especial cuidado a la hora de preparar la mezcla. Cada componente era imprescindible y respetar las proporciones era crucial para lograr un resultado óptimo.

Para cargar esas losas se hacia un encofrado de madera y por encima se colocaban ladrillos alineados lado a lado. Cuando esos ladrillos eran desiguales, es decir un poquito más cortos o largos, no había mayor problema. Pero cuando éstos eran desparejos se generaba un verdadero problema a la hora de cargar el concreto.  Las asimetrías e irregularidades impedían que los bordes quedaran yuxtapuestos favoreciendo la pérdida del concreto entre ellos perjudicando la terminación.

En cuanto al ser humano, las evidentes diferencias son esenciales para enriquecer la convivencia y el crecimiento de los pueblos. Sin embargo las asimetrías o inequidades los fracturan y perjudican. Resulta muy difícil sentirse ciudadano con igualdad de derechos en una sociedad que beneficia o ignora a discreción según parámetros caprichosos. Casi siempre el perjudicado es percibido como incapaz de defenderse y no forma parte del grupo de favores.

Una sociedad madura vela con especial cuidado por los vulnerables, entre los cuales se encuentran los niños, los ancianos y los padres solos. Las recomendaciones apostólicas a las primeras comunidades cristianas hacían especial énfasis en esta responsabilidad. Pero la prepotencia imperante se lleva por delante las advertencias y recomendaciones. Recluidos en un trono inquisitorial y con una evidente miopía selectiva, hay quienes promueven “autos de fe” basados en la defensa de una moralidad parcial o una economía tendenciosa.  Hoy no se queman a las personas en el fuego de una pira, pero se los calcina con la apatía y la discriminación. Profesar un culto diferente, carecer de estudios, vivir del otro lado (y no tener recursos económicos), ser madre soltera o conformar un  cuerpo de ballet folclórico pueden constituirse en motivos suficientes para la exclusión. Lamentablemente en la mayoría de los casos quienes más se perjudican son los niños.

Me generan profunda indignación las exclusiones, puntualmente en sociedades que son muy tolerantes con algunas formas de inmoralidad y proclives al tráfico de influencias. Pero más me inquieta que haya personas que se presten a ejecutar sanciones con argumentos antojadizos y aplicaciones arbitrarias desde una postura frecuentemente parcial. Si defendemos la rigidez de los principios de conducta, debemos enfocarnos en la prevención del error, asumiendo el grado de responsabilidad ante los hechos consumados. La intolerancia  ante algunas conductas y la vista gorda con otras nos vuelve desparejos. Al igual que en la construcción, lo desparejo debilita la estructura, produce pérdida de materiales y estropea los resultados finales. Como constructores de la sociedad daremos cuenta de los resultados cuando se nos juzgue por el “final de obra”.

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