Me crié en el campo. Donde vivía se utilizaban carretas
tiradas por bueyes. Tenían dos ruedas gigantes que chillaban por el peso de la
carga al ritmo lento que imponía la marcha cansina de la yunta de bueyes.
La geografía del lugar era irregular. Los
cerros eran partidos por los caminos serpenteantes que subían y bajaban entre
cimas y arroyos. Transitarlos con un carro requería de mucha destreza. Las
subidas debían ser tomadas con calma. Mientras los bueyes iban ganando metros,
el atento carrero, con una especie de garrote de considerable grosor, vigilaba
que la fuerza de gravedad no venciera el cansancio de los bueyes. Si estos
titubeaban y la carreta amenazaba
retroceder, ágilmente colocaba el madero detrás de las enormes ruedas para
detenerla. Por eso se inventó un sistema por demás ingenioso que consistía en
unos frenos rudimentarios. Era un par de zapatas de madera enganchadas por
cabos a una palanca adosada a la lanza de la carreta, a la mano del carrero.
Cuando era necesario se accionaba la palanca y las zapatas se apretaban al aro
de acero de las ruedas, frenándolas. Se requería de mucha fuerza. Para
optimizar el agarre se clavaban unas planchas de caucho de cubiertas viejas.
La semana pasada estuve en el juramento de los
nuevos concejales municipales. Me preparé para una velada democrática. Creo que
todos los concejales electos tienen su lugar bien ganado y encarnan la voluntad
del electorado de Libertador San Martín de ser representados por ellos.
Solemnes y elegantes, cada uno prestó el juramento de rigor. Luego se
produjeron los nombramientos necesarios para el funcionamiento del concejo. La
carta del menú no ofreció alternativas como para elegir, mucho menos para
debatir. La comida estaba a punto y en bandeja. Lo cocinado se sirvió antes de
conocer los gustos de los comensales o tomar pedidos. No fui el único en tener la sensación de que
algo no olía bien, reforzado por las palabras de cierre que invitaban a la
participación, anodinas ante la evidencia.
Al final fui a saludar a cada una de las
autoridades electas y sus familiares. A la salida uno de ellos me insinuó que
no ponga palos en la rueda. Me tomó por sorpresa. No sabía a qué se refería,
así que le pregunté. Era por la cuestión de las cifras que se manejaban para
concretar las dietas de los concejales, a las que me opuse con sólidos
argumentos de primera fuente. El contenido del intercambio de opiniones me
recordó otras épocas de la Argentina. La soberbia, la descalificación y el
recurso de amnesia selectiva ante la evidencia dejaron de ser sutiles.
Salí defraudado porque entré pensando que
estábamos dejando atrás a políticos iluminados, que no toleran la crítica ante su hipocresía e
ineficacia. ¿Es que disentir con argumentos contundentes ahora se transformó en
“palos en la rueda”? La democracia y la transparencia de la gestión se nutren
de la participación y, sobre todo, el control que ejercen sus actores.
No pude evitar evocar la imagen de las carretas
de mi infancia. Cuando no podían ser frenadas (porque frecuentemente el sistema
de frenos no era suficiente) y ante la posibilidad rodar sin control o
desbarrancarse, el carrero colocaba el infaltable garrote entre los rayos de la
rueda y la caja como un intento desesperado de evitar la catástrofe.
No, mi querido amigo, no hay palos en la rueda
mientras el carro siga su camino y lleve la carga a buen destino. Pero cuando
se transitan caminos escabrosos, tan cerca del precipicio, es bueno tener
un palo a mano, por las dudas.
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