lunes, 12 de diciembre de 2011

Sobre carros y garrotes


Me crié en el campo. Donde vivía se utilizaban carretas tiradas por bueyes. Tenían dos ruedas gigantes que chillaban por el peso de la carga al ritmo lento que imponía la marcha cansina de la yunta de bueyes.

La geografía del lugar era irregular. Los cerros eran partidos por los caminos serpenteantes que subían y bajaban entre cimas y arroyos. Transitarlos con un carro requería de mucha destreza. Las subidas debían ser tomadas con calma. Mientras los bueyes iban ganando metros, el atento carrero, con una especie de garrote de considerable grosor, vigilaba que la fuerza de gravedad no venciera el cansancio de los bueyes. Si estos titubeaban y la  carreta amenazaba retroceder, ágilmente colocaba el madero detrás de las enormes ruedas para detenerla. Por eso se inventó un sistema por demás ingenioso que consistía en unos frenos rudimentarios. Era un par de zapatas de madera enganchadas por cabos a una palanca adosada a la lanza de la carreta, a la mano del carrero. Cuando era necesario se accionaba la palanca y las zapatas se apretaban al aro de acero de las ruedas, frenándolas. Se requería de mucha fuerza. Para optimizar el agarre se clavaban unas planchas de caucho de cubiertas viejas.

La semana pasada estuve en el juramento de los nuevos concejales municipales. Me preparé para una velada democrática. Creo que todos los concejales electos tienen su lugar bien ganado y encarnan la voluntad del electorado de Libertador San Martín de ser representados por ellos. Solemnes y elegantes, cada uno prestó el juramento de rigor. Luego se produjeron los nombramientos necesarios para el funcionamiento del concejo. La carta del menú no ofreció alternativas como para elegir, mucho menos para debatir. La comida estaba a punto y en bandeja. Lo cocinado se sirvió antes de conocer los gustos de los comensales o tomar pedidos.  No fui el único en tener la sensación de que algo no olía bien, reforzado por las palabras de cierre que invitaban a la participación, anodinas ante la evidencia.

Al final fui a saludar a cada una de las autoridades electas y sus familiares. A la salida uno de ellos me insinuó que no ponga palos en la rueda. Me tomó por sorpresa. No sabía a qué se refería, así que le pregunté. Era por la cuestión de las cifras que se manejaban para concretar las dietas de los concejales, a las que me opuse con sólidos argumentos de primera fuente. El contenido del intercambio de opiniones me recordó otras épocas de la Argentina. La soberbia, la descalificación y el recurso de amnesia selectiva ante la evidencia dejaron de ser sutiles.

Salí defraudado porque entré pensando que estábamos dejando atrás a políticos iluminados, que  no toleran la crítica ante su hipocresía e ineficacia. ¿Es que disentir con argumentos contundentes ahora se transformó en “palos en la rueda”? La democracia y la transparencia de la gestión se nutren de la participación y, sobre todo, el control que ejercen sus actores.  

No pude evitar evocar la imagen de las carretas de mi infancia. Cuando no podían ser frenadas (porque frecuentemente el sistema de frenos no era suficiente) y ante la posibilidad rodar sin control o desbarrancarse, el carrero colocaba el infaltable garrote entre los rayos de la rueda y la caja como un intento desesperado de evitar la catástrofe.

No, mi querido amigo, no hay palos en la rueda mientras el carro siga su camino y lleve la carga a buen destino. Pero cuando se transitan caminos escabrosos, tan cerca del precipicio, es bueno tener un  palo a mano, por las dudas.

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