Escribo estas líneas sin saber aún los resultados de las elecciones. No puedo negar que, mientras escribo, imagino las diferentes alternativas y trato de interpretar las tendencias. Pero, definidamente, en este momento estoy limitado por la certeza que nadie puede anticipar el futuro.
Mirando hacia atrás en esta maratón política me
puse a reflexionar sobre lo que realmente puedo, es decir, el camino recorrido.
La política, definida como “el arte de hacer posible
lo necesario”, nos lleva por caminos que podemos anticipar con cierta actitud
crítica, pero que no dejan de sorprendernos. Cuando uno se desprende de los
proselitismos y las ambiciones y se concentra en las personas y sus necesidades
aparece la persistente sensación de casualidad y causalidad. Esa cuestión
azarosa que determina que uno esté viviendo un aquí y ahora similar o tan
diferente al del otro con quien interactúa.
En las visitas a los vecinos, en la recorrida
de calles, atajos, senderos y caminos, detrás de cada puerta que se abría,
había personas. Cada una de ellas transitando sus historias de vida, con
pliegues en la piel o con la tersura de una juventud esperanzada. Un cúmulo de
anécdotas y opiniones, deseos y esperanzas,
ciertas dudas y viejas frustraciones.
Algunos, a los efectos de promover su
movimiento, con mucha vehemencia exageraban ciertas verdades y otros mentían
descaradamente. Como si la contienda política estimulara la amnesia o trastornase
la memoria. Cuando creemos que el fin
justifica los medios ¿estamos habilitados a mentir si fuera necesario para
defender la moral y las buenas costumbres o alguna causa divina?
Quiero concentrarme en este punto. Los
absolutismos, a los que nos fuimos acostumbrando, generaron la idea de que las
causas divinas necesitan defensores a toda costa, que para proteger una idea se
puede recurrir a cualquier método. Podemos hacer un recorrido por las prácticas
de la Inquisición no tan reciente o por los argumentos que descalifican a los
que creen que la política representa el ejercicio del pensamiento libre y la
capacidad de elegir a los representantes más adecuados.
Me sorprendió, en una entrevista radial, que
una persona tratara de invalidar mi candidatura alegando que yo había
transgredido las normas adventistas ante una supuesta visita al gobernador en
viernes de noche. En su afán de defender su concepción teocrática del gobierno
local optó por la mentira sin titubear ¿Acaso el falso testimonio no transgrede
los preceptos divinos y, además, la ley civil? Otros prefirieron desparramar
mentiras desde el cobarde anonimato de los ámbitos digitales.
Es probable que, mientras usted lea estas líneas,
los destinos políticos de Libertador San Martin hayan sido sentenciados con el
voto de la gente. Seguramente se hará un análisis sobre causas y consecuencias
y se proyectarán los posibles modelos de gobierno. Pero debemos reconocer que
esta elección marcó un punto de
inflexión en la forma de hacer política en esta comunidad. Más allá del examen
que exijan los resultados de las urnas quisiera llamarnos a la reflexión sobre
lo que sostenemos como nuestro estilo de vida y las formas en que lo manifestamos.
No es coincidencia que nuestra filosofía no trascienda más allá del espacio
institucional y el conurbano inmediato, aunque se compartan más de un siglo de
convivencia.
Para crecer como comunidad y cumplir el sagrado
objetivo que asumimos como un mandato divino, debemos empezar por analizar
críticamente nuestras intenciones, la forma en que miramos al otro, la manera
en que descalificamos al que piensa diferente, al que limitamos subestimando su
voz y cuestionando su voto.
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