“El primer paso de la ignorancia es presumir de saber”. Baltasar Gracián
Hace años tuve la oportunidad de conocer Rusia.
Fui a visitar a mis padres que trabajaban allí como misioneros. Pero antes de estar con ellos viajé a
Holanda, al congreso mundial de la Iglesia Adventista en Utrech. Volé por
Aeroflot desde Buenos Aires a Amsterdan con conexión en Moscú quedando en
tránsito 18 horas en un hotel de la empresa.
El aeropuerto Sheremétievo
en ese momento era una terminal antigua, suficiente para coordinar los vuelos
domésticos, pero obsoleta en relación a las condiciones que exigen los vuelos
internacionales. Mi vuelo desde Bs. As llego un par de horas antes. Los
encargados de los pasajeros en tránsito no estaban aún en la terminal, así que
seguimos las instrucciones de
migraciones. Ninguna de las autoridades presentes del aeropuerto hablaba otro idioma que no fuera
ruso. Entre señas y empujones, los agentes me fueron acomodando en una de las
filas para ingresar. Al llegar a la ventanilla me recibió una mujer que, luego
de algunas palabras en ruso, me pidió la visa, que era un documento aparte del
pasaporte. Como pasajero en tránsito, yo sabía que mi visa no debía ser
sellada. En inglés le indique a la agente de migraciones mi situación. Le
mostré el pasaje con conexión a Ámsterdam al día siguiente. Sin prestar mucha
atención, y demostrando en su mirada que sabía lo que hacía, tomó el papel de
mi visa, lo selló y me dijo que pasara.
Como mis padres
vivían en Moscú y al día siguiente tomábamos el mismo vuelo a Holanda, la
empresa me había concedido una autorización especial para pasar la noche en la
casa de ellos. Cuando salgo a la sala de arribos y luego de los saludos
efusivos que imponían el tiempo y la distancia, les conté la experiencia.
Aclaro que toda la información de la visa y demás estaba en ruso, idioma que no
entiendo, ni leo. Mi padre al leer los papeles se da cuenta que habían sellado
la visa de ingreso a Moscú, por lo tanto si al día siguiente salía a Holanda la
perdía. Conseguir una visa de ingreso era costoso y demoraba un mes.
Inmediatamente
procuramos hablar con el encargado de migraciones. Se estaba retirando. Mi
padre le explicó la situación y, aunque yo no entendía nada, vi la cara de
preocupación en los ojos de ambos. El jefe me llevó a la sala de ingreso solo
con mis maletas. Identificó a la agente que firmó mi visa, conversaron unas
palabras, me devolvieron la visa y, por señas, la mujer me pidió que la
siguiera en silencio. Ingresamos sigilosamente a un pasillo alumbrado por los destellos
de un fluorescente defectuoso. Si nos encontraba la policía militar del
aeropuerto, ambos seríamos arrestados. Luego de lo que me pareció una
eternidad, me dejó en una sala del aeropuerto para pasajeros en tránsito. Por
señas me indicó que a las 6 AM podía salir por una puerta y buscar el embarque
a Holanda. La impericia de esta mujer pudo haberme generado un gran problema.
Hace poco recordé
esta anécdota cuando me puse a reflexionar sobre los errores que pueden generar
las personas con autoridad que no se adaptan a los tiempos que corren o que,
ante la duda, no se asesoran con los que saben. Porque últimamente escuché a
algunos decir que saben lo que hay que hacer, tan solo porque lo hicieron
antes. A las pruebas me remito.
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