lunes, 7 de noviembre de 2011

Malentendido


“El primer paso de la ignorancia es presumir de saber”. Baltasar Gracián

Hace años tuve la oportunidad de conocer Rusia. Fui a visitar a mis padres que trabajaban allí como misioneros.  Pero antes de estar con ellos viajé a Holanda, al congreso mundial de la Iglesia Adventista en Utrech. Volé por Aeroflot desde Buenos Aires a Amsterdan con conexión en Moscú quedando en tránsito 18 horas en un hotel de la empresa.

El aeropuerto Sheremétievo en ese momento era una terminal antigua, suficiente para coordinar los vuelos domésticos, pero obsoleta en relación a las condiciones que exigen los vuelos internacionales. Mi vuelo desde Bs. As llego un par de horas antes. Los encargados de los pasajeros en tránsito no estaban aún en la terminal, así que seguimos las instrucciones de  migraciones. Ninguna de las autoridades presentes del  aeropuerto hablaba otro idioma que no fuera ruso. Entre señas y empujones, los agentes me fueron acomodando en una de las filas para ingresar. Al llegar a la ventanilla me recibió una mujer que, luego de algunas palabras en ruso, me pidió la visa, que era un documento aparte del pasaporte. Como pasajero en tránsito, yo sabía que mi visa no debía ser sellada. En inglés le indique a la agente de migraciones mi situación. Le mostré el pasaje con conexión a Ámsterdam al día siguiente. Sin prestar mucha atención, y demostrando en su mirada que sabía lo que hacía, tomó el papel de mi visa, lo selló y me dijo que pasara.

Como mis padres vivían en Moscú y al día siguiente tomábamos el mismo vuelo a Holanda, la empresa me había concedido una autorización especial para pasar la noche en la casa de ellos. Cuando salgo a la sala de arribos y luego de los saludos efusivos que imponían el tiempo y la distancia, les conté la experiencia. Aclaro que toda la información de la visa y demás estaba en ruso, idioma que no entiendo, ni leo. Mi padre al leer los papeles se da cuenta que habían sellado la visa de ingreso a Moscú, por lo tanto si al día siguiente salía a Holanda la perdía. Conseguir una visa de ingreso era costoso y demoraba un mes.

Inmediatamente procuramos hablar con el encargado de migraciones. Se estaba retirando. Mi padre le explicó la situación y, aunque yo no entendía nada, vi la cara de preocupación en los ojos de ambos. El jefe me llevó a la sala de ingreso solo con mis maletas. Identificó a la agente que firmó mi visa, conversaron unas palabras, me devolvieron la visa y, por señas, la mujer me pidió que la siguiera en silencio. Ingresamos sigilosamente a un pasillo alumbrado por los destellos de un fluorescente defectuoso. Si nos encontraba la policía militar del aeropuerto, ambos seríamos arrestados. Luego de lo que me pareció una eternidad, me dejó en una sala del aeropuerto para pasajeros en tránsito. Por señas me indicó que a las 6 AM podía salir por una puerta y buscar el embarque a Holanda. La impericia de esta mujer pudo haberme generado un gran problema.

Hace poco recordé esta anécdota cuando me puse a reflexionar sobre los errores que pueden generar las personas con autoridad que no se adaptan a los tiempos que corren o que, ante la duda, no se asesoran con los que saben. Porque últimamente escuché a algunos decir que saben lo que hay que hacer, tan solo porque lo hicieron antes. A las pruebas me remito.

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