jueves, 15 de abril de 2010

Tres minutos

-Espero un rato más y me voy - me dije con cierta desazón que no podía disimular.

En realidad mi deseo era otro. Hacía mucho que esperaba, pero quería quedarme.
Tres años duró lo que fue un sueño. Sabía que de los sueños se regresa despierto y había llegado la hora. Pero nada me previno del entumecimiento, este aturdimiento que sigue al despertar. Sentía esa modorra en que uno no sabe si ya sonó el despertador y sucumbe a la ilusión de unos minutos extras de cama.

Aquella tarde, como presintiendo el desamparo, estaba ansioso, circunspecto. Me pareció que tocaron la puerta y caminé los tres pasos desde el sillón donde estaba. Pero nadie o nada me aguardaban afuera. Salí a la calle, respiré hondo y repasé las veredas buscando alguna señal de su presencia. Me acomodé las vértebras en un sonar de huesos para despertar al tedio y la amargura que se me habían encarnado.

Apagué el televisor mientras miraba como las imágenes se concentraban en un punto cada vez más pequeño hasta desaparecer. Sentí que era yo el que se extinguía.
Encendí la hornalla. Calentar agua en la vieja pava era el cotidiano protocolo de fabricar compañía. Recorrí con los ojos y dedos algunas abolladuras que estropeaban su simetría. Retiré la tapa y cargué el agua con la languidez que imponía la lentitud del filtro purificador. La ceremonia del café era rutina. Empezaba recordando que la gastritis se pondría peor, idea que se interrumpía con colocar el agua al fuego.

La taza preferida tintineó cascada, como si ella también compartiera el tedio. Tres cucharaditas mínimas de azúcar, una colmada de café soluble, apenas y al ras de alguna gaseosa y batir hasta obtener una pasta suave, aromática de color marrón claro.

Me asustó el silbido del agua por hervir y apuré los pasos para apagar la hornalla. Busqué el reloj en la pared del comedor, solo pude ver el reflejo de la ventana. Abrí la heladera y saqué el pote de dulce de leche, “dulce de vaca” como le decías. Con la misma cucharita cargué una porción colmada que fue a parar al fondo de la taza, aumentando el volumen del batido. Serví el agua lentamente. Nunca entendí el diseño de aquel cacharro que me obligaba a mantener presionada la tapa, quemándome los dedos cada vez que volcaba el agua caliente. Mientras los elementos se mezclaban sus aromas llenaron el lugar. Un chorrito de esencia de vainilla y el dedal de licor de frutillas. (Que últimamente sustituyó al de guindas porque me gusta más.)

Aspiré ese aroma casi propio, intimo. Me había cerciorado que el timbre funcionara, sería paranoico intentar otra vez la inspección. Volví al sillón. Instintivamente tomé el control remoto pero decidí dejarlo en su lugar, estaba harto de las publicidades de Direc TV y no estaba de humor para soportar el zapping. Una ráfaga de viento despertó un concierto de campanitas y cacharros en el alero, sonido que se esfumaba entre el rumor de hojas agitadas.

-Va a llover, pensé.

Pero no me importaba, me agitaba una tempestad que no hacía caso a una lluvia de otoño.

Mientras se enfriaba el café quedé dormido, o estuve despierto mirando los vapores que subían sin apuro. No sé bien en qué estado me encontró la ilusión de tu presencia. Soñé o sentí que estabas. Que se encontraban nuestras bocas con desesperación de adolescentes; que caían las ropas y se refugiaban los cuerpos entre las formas propias y ajenas. Que después, y más calmado, comenzaba a recorrer la geografía de tu cuerpo sin buscar atajos. Tal vez sin premura se detendría el tiempo. Bajé tu cuerpo en besos. Por un instante busqué tus ojos y los vi llenos de lágrimas. Un gemido se ahogó en tu garganta y tus labios murmuraron que no, que era mejor que no fuera; que no podías, que no debíamos. Iniciaste la huída recogiendo tus ropas, acomodándote el pelo y dispersando las lágrimas.
Quise calmarte en un abrazo y desapareciste, te esfumaste con un grito rabioso.

Desperté aturdido. Por un instante me costó entender dónde estaba. Te busqué alrededor concediéndome el tiempo necesario para rehacerme. Lo que fue tu grito se repitió en la estridencia de la bocina que sonaba desde afuera, esta vez más impaciente. Miré por la ventana y vi el taxi.

Recogí mi maleta, abrí la puerta y allí contra el rincón derecho, entre las hojas que el viento acumulaba vi el sobre. La esquela decía que era mejor así, que habías sentido el aroma del café y que sabías cuanto me gustaba acompañarlo con un bombón de chocolate y menta; que perdone que estuviera un tanto derretido, que lo guardabas en la cartera para una ocasión especial; que los amores eternos no se despiden. Firmaste con tu nombre y la hora -miré el reloj- hacía exactamente tres minutos…

3 comentarios:

Ana Lopez Acosta dijo...

Es muy lindo y melancólico.
Lo leí varias veces, Piru, huele a café, a dulce de leche, a desencuentros con sabor a licor. Falta sólo la música.
Ah! y la mujer es algo cobarde, una lástima.
Un abrazo fuerte.

Nestor Zawadzki dijo...

Ana, la vida suele dejarnos con el solitario café frío, con bombones guardados para ocasiones especiales que nunca se concretan.
A veces es preciso generar la ocasión especial en cada instante mínimo.
Sí, tiene que ver con la cobardía. Como dice Silvio Rodriguez en Oleo de una mujer con sombrero:

"La cobardía es asunto
De los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a amores,
Ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
Ni el mejor orador conjugar."

http://www.youtube.com/watch?v=T2idFILlDUM

Anónimo dijo...

... sin palabras!!!