lunes, 30 de mayo de 2011

De recetas y sabores

Me gusta cocinar. No es que sea un cocinero hábil, sino más bien un artesano culinario. En algún momento, posiblemente debido al necesario cambio que impone el sábado, asumimos en casa que el fin de semana cocino yo. Una forma divertida de compartir roles y responsabilidades, y una buena razón para salir a comer afuera cuando se puede.

Durante la facultad, mas por necesidades económicas que por deseo, preparé mi comida hasta el penúltimo año. Entonces los horarios de clases tan apretados nos exigían comer en movimiento mientras íbamos de un hospital a otro.

De aquella época recuerdo una comida especial. Era un feriado largo y no pude viajar a mi casa. Eran tiempos en que no existían los cajeros electrónicos y la forma de remitir dinero era el giro postal.  Mi padre depositaba dinero en el correo, me enviaba una carta con el comprobante. Este debía ser llevado al correo para cobrar, siempre y cuando llegase el aviso de giro, un proceso interno del correo que en aquellos días funcionaba muy mal. Las cartas se demoraban semanas y el aviso no siempre llegaba conjuntamente. Aquella vez el giro llegó con mucha demora, pero sin el aviso. El dinero se me acabó junto con las escasas provisiones del mes. Estaba solo en el departamento. Con ingenio pude arreglármelas hasta el sábado, pero el domingo ya no quedaba nada. La última comida fueron unas pizzetas hechas con rodajas de pan seco, condimento de pizza remojado en aceite y lo que quedaba de un pedazo de queso duro que rallé encima para que alcance.

Desayuné te de cedrón de una planta que crecía en el patio. No había leche para cortarlo, ni siquiera un bizcochito salado que disimulara tanta escases. Tenía hambre. Lo paradójico es que tenía en mis manos el giro postal, pero el dinero estaba encajonado por la ineficiencia de un sistema caduco y corrupto.

Mientras consideraba que iba a hacer, se me ocurrió una idea. En el fondo de los cajones donde poníamos las provisiones y alimentos no perecederos se iban acumulando los restos que perdían los paquetes. Con sumo cuidado junté apenas un puñado de arroz y fideos triturados. Parte del menú ya estaba en marcha, pero la ración era escasa. Meticulosamente empecé a revisar bolsillos de camperas, bolsos y a correr muebles y heladera.  La pesquisa me premió con algunas moneditas de poco valor. No recuerdo la cifra, pero si me acuerdo que, apiladas, no alcanzaban a cubrir el ancho de un dedo de mi mano. Con este tesoro fui hasta la verdulería y le pregunté al verdulero qué me daría por traerle monedas para el cambio. Un tomate mediano de mal aspecto que había apartado del cajón fue su respuesta.

Herví aquel mejunje de diverso origen y formas caprichosas con el agua justa para no tener que escurrirlo, corté el tomate con precisión de cirujano para extirpar lo malo. Con la paciencia de un japonés haciendo origami aplasté el sobre de mayonesa, de donde extraje casi media cucharadita. Mezclé todo sobre el plato.

No fue gran cosa, pero fue uno de mis mejores almuerzos. Agradecí a Dios por dármelo, pidiéndole con cierta timidez que obrara el milagro de agrandar la ración.

Es que en materia de comidas no existe nada que sea insignificante, todo depende de nuestra imaginación y expectativas. 

Interesante cuando uno lo aplica a las personas.

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